lunes, 16 de abril de 2012


SOBRE LA TUMBA DE LAS PALABRAS CANTARÁ EL POETA





                                                                                              Por Ítalo Morales





¿Quién eres poeta que cantas lo que soñé en el desierto?



Hace muchos años Jean Paul Sartre se preguntaba de qué sirve la literatura frente a un niño moribundo. Reformulo la inquietud  e inquiero para qué  sirve la poesía en medio de la miseria y el destierro. Atrás quedaron los siglos donde el poeta era un semidiós, atrás los tiempos donde el verso iba de la mano con el rito. Hoy el mundo digiere otros residuos;  se alimenta de signos gélidos, más que de ternuras; de íconos, más que de silencios. El poema está condenado a ser refugio.





La poesía no es el canto que celebrarán los gobernantes porque es antirracional. Desde sus orígenes la poesía ya había sufrido sus primeros golpes  cuando los griegos empezaron sus primeras divagaciones sobre ella.



Uno de los primeros que rechazó la poesía épica que  cantaba Píndaro a las olimpíadas, fue Anacreonte. De allí que sus poemas rechacen  las espadas ensangrentadas de Héctor o de Aquiles y celebren las ánforas llenas de vino. Con él occidente conoció el motivo que invita a vivir el presente y que, más que pensar en la eternidad, expone  lo que hoy es una verdad aterradora: la vida del hombre es breve y, por eso, es una necedad ser estoico: esconder el cuerpo, evitar las pasiones, eludir el amor. Safo es su negación. La epopeya mostraba el corazón destrozado literalmente. La espada lo hería. Safo hace del corazón el epicentro de los temblores humanos, a él se le hiere con otras armas: con el desamor, con el desdén. Por sus afectos con la cultura de la ciudadanía, cuando Platón piensa en su República no recomienda a la lírica en sus propuestas.



¿Por qué importa la poesía y su vibración sobre las cosas? La lírica por ser subjetiva riega todo su discurso del Yo. Pero no es un Yo autorreferencial que se comunica a sí mismo, sino que su mirada es una mirada a la vez ajena. Mira con ojos de su mundo y a la vez de los otros: es un vidente como decía Rimbaud. Por ser antiépica, exalta el instante, torna humanísimo al hombre que tematiza. Humaniza todo lo que siente y siente lo todo que humaniza. Poesía es cogerse de la mano: celebrar la bulla y el silencio ajenos. Allí en esa mirada que no ve  están los ojos del poeta, dando una respuesta que no es de aquí, de este reino, sino que se esconde en la remota incertidumbre.



La poesía  discurre en el espacio, no en el tiempo. Hilde Domin dice: “El lírico nos ofrece una pausa en la que el tiempo está quieto”. Aquí podrán suceder muchas cosas pero es como si nunca hubieran sucedido. Su tiempo no es de la racionalidad, sino de la imaginería. Como no cuenta con la anécdota, como lo hace el drama y la narrativa, debe optimizar los ecos de las palabras que usa y rehúsa. En ellas se refractará el mundo, cuya potencialidad estará apuntando hacia referentes muy sui géneris que el lector concretará de  acuerdo al diálogo que establezca con los textos poéticos. Por eso la poesía remite a las esencias donde está el origen: el no ser, el no tiempo, la simplemente nada. Su relación con el lector  no es por medio  de una asimilación directa de texto a lector, sino a través de una suerte de conjuro que sólo es reconocido cuando la totalidad del poeta ha sido reconstruido intuitivamente en la totalidad del receptor. Una cosa es construir un poema para nadie;  otra, reconstruir el poema de alguien que nos deslumbra.



La poesía por eso transcurre en una dialéctica: tiene que vivir con autonomía, pero debe transmitir significados. Esa autonomía le permite ser un género poco dado a mostrar lo que contempla como realidad directa. La huida de la anécdota no es su capricho sino su auténtica dimensión. De allí que la lectura de un poema no se resuelva con un resumen, ni mucho menos con un inventario de sucesos. No hay epicidad. Ella es una red de imágenes que se oponen, que se destruyen para su propio bien.  En poesía lo que se comunica no es un contenido anímico real, sino su contemplación. Interesa del poeta no lo que mira, sino su mirada. Por una razón muy simple: no es la realidad, ni su verosimilitud lo que importa; lo esencial es el ser que siente lo mirado.  Aquí está la  perfección. Se abre el camino visional del hombre. Antes de asumir una lectura poética tenemos nuestro propio perfil visional; leído el poema, otra visión se unirá a nuestro abanico. La visión no es  una realidad tematizada, sino la mirada de un mirador sensible.



La poesía sólo puede construirse desde una morada rodeada por el fuego. Acerca al hombre a la piedra y al guijarro, le dice que está libre sobre el mundo; lo ata a un árbol y provoca su destierro eterno. Sólo en esa lenta y continua calcinación de las palabras carnales  es posible sentir que el poeta comunica desde yo, una voz de la humanidad.



           










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