SOBRE
LA TUMBA DE LAS PALABRAS CANTARÁ EL POETA
Por
Ítalo Morales
¿Quién eres poeta que cantas lo que soñé en el desierto?
Hace muchos años Jean Paul Sartre se preguntaba de qué sirve la
literatura frente a un niño moribundo. Reformulo la inquietud e inquiero para qué sirve la poesía en medio de la miseria y el
destierro. Atrás quedaron los siglos donde el poeta era un semidiós, atrás los
tiempos donde el verso iba de la mano con el rito. Hoy el mundo digiere otros
residuos; se alimenta de signos gélidos,
más que de ternuras; de íconos, más que de silencios. El poema está condenado a
ser refugio.
La poesía no es el canto que celebrarán los gobernantes porque es
antirracional. Desde sus orígenes la poesía ya había sufrido sus primeros
golpes cuando los griegos empezaron sus
primeras divagaciones sobre ella.
Uno de los primeros que rechazó la poesía épica que cantaba Píndaro a las olimpíadas, fue
Anacreonte. De allí que sus poemas rechacen
las espadas ensangrentadas de Héctor o de Aquiles y celebren las ánforas
llenas de vino. Con él occidente conoció el motivo que invita a vivir el
presente y que, más que pensar en la eternidad, expone lo que hoy es una verdad aterradora: la vida
del hombre es breve y, por eso, es una necedad ser estoico: esconder el cuerpo,
evitar las pasiones, eludir el amor. Safo es su negación. La epopeya mostraba
el corazón destrozado literalmente. La espada lo hería. Safo hace del corazón
el epicentro de los temblores humanos, a él se le hiere con otras armas: con el
desamor, con el desdén. Por sus afectos con la cultura de la ciudadanía, cuando
Platón piensa en su República no recomienda a la lírica en sus propuestas.
¿Por qué importa la poesía y su vibración sobre las cosas? La lírica
por ser subjetiva riega todo su discurso del Yo. Pero no es un Yo
autorreferencial que se comunica a sí mismo, sino que su mirada es una mirada a
la vez ajena. Mira con ojos de su mundo y a la vez de los otros: es un vidente
como decía Rimbaud. Por ser antiépica, exalta el instante, torna humanísimo al
hombre que tematiza. Humaniza todo lo que siente y siente lo todo que humaniza.
Poesía es cogerse de la mano: celebrar la bulla y el silencio ajenos. Allí en
esa mirada que no ve están los ojos del
poeta, dando una respuesta que no es de aquí, de este reino, sino que se
esconde en la remota incertidumbre.
La poesía discurre en el
espacio, no en el tiempo. Hilde Domin dice: “El
lírico nos ofrece una pausa en la que el tiempo está quieto”. Aquí podrán
suceder muchas cosas pero es como si nunca hubieran sucedido. Su tiempo no es
de la racionalidad, sino de la imaginería. Como no cuenta con la anécdota, como
lo hace el drama y la narrativa, debe optimizar los ecos de las palabras que
usa y rehúsa. En ellas se refractará el mundo, cuya potencialidad estará
apuntando hacia referentes muy sui géneris que el lector concretará de acuerdo al diálogo que establezca con los
textos poéticos. Por eso la poesía remite a las esencias donde está el origen:
el no ser, el no tiempo, la simplemente nada. Su relación con el lector no es por medio de una asimilación directa de texto a lector,
sino a través de una suerte de conjuro que sólo es reconocido cuando la
totalidad del poeta ha sido reconstruido intuitivamente en la totalidad del
receptor. Una cosa es construir un poema para nadie; otra, reconstruir el poema de alguien que nos
deslumbra.
La poesía por eso transcurre en una dialéctica: tiene que vivir con
autonomía, pero debe transmitir significados. Esa autonomía le permite ser un
género poco dado a mostrar lo que contempla como realidad directa. La huida de
la anécdota no es su capricho sino su auténtica dimensión. De allí que la
lectura de un poema no se resuelva con un resumen, ni mucho menos con un
inventario de sucesos. No hay epicidad. Ella es una red de imágenes que se
oponen, que se destruyen para su propio bien. En poesía lo que se comunica no es un
contenido anímico real, sino su contemplación. Interesa del poeta no lo que
mira, sino su mirada. Por una razón muy simple: no es la realidad, ni su
verosimilitud lo que importa; lo esencial es el ser que siente lo mirado. Aquí está la
perfección. Se abre el camino visional del hombre. Antes de asumir una
lectura poética tenemos nuestro propio perfil visional; leído el poema, otra
visión se unirá a nuestro abanico. La visión no es una realidad tematizada, sino la mirada de un
mirador sensible.
La poesía sólo puede construirse desde una morada rodeada por el fuego.
Acerca al hombre a la piedra y al guijarro, le dice que está libre sobre el
mundo; lo ata a un árbol y provoca su destierro eterno. Sólo en esa lenta y
continua calcinación de las palabras carnales
es posible sentir que el poeta comunica desde yo, una voz de la
humanidad.
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