CUADERNO DE INTERROGANTES: DISCURSO EPIFÁNICO DEL DESENCANTO
Por Ítalo Morales
Después de leer Cuaderno de Interrogantes de Enrique Tamay se tiene la sensación de
haber sido testigo de una rara purificación de la palabra y del espíritu o de
haber bebido de aguas prohibidas, raramente profanadas, donde la poesía se
convierte en el espacio propicio de la duda y de la impronta fatal.
El libro se ofrece como un excelente discurso larvario
del desencanto y de la maravillosa sensación de ser o de no ser: oposiciones
anímicas que oscilan también entre vida/muerte, infinito/fugacidad,
evasión/encierro. Es un buceo en las comarcas siempre exploradas de la soledad
y el desamparo; lleno de imágenes
lumínicas y opacas, exultadas por ritmos indistintos, que parecen deslizarse en
una continua celebración del caos y la ruptura metafísica. Para esto el
poemario se expande en una serie de
enunciados o categorías ofrecidas en este tránsito: duda-interrogante-fatalismo.
Entendemos que el poema que apertura el libro es un grito
blasfemante, la duda metafísica —como dice Mario Bordón— sobre la condición
humana. El anafórico Acaso de los
versos iniciales interpelan desde el aquí
el sentido de la otredad, de las
emanaciones culturales, de la misma sumisión
al “miedo de ser/ o no ser. Un mono. / Un hombre.” (p.13). Luego el
poeta explora, no como categorías definibles u ontológicas, sino como recursos
emotivos, la existencia en plena danza. A través de versos adiestrados al ritmo
de la elipsis y la ruptura continua del verso largo, el yo lírico busca saciar
su sed primitiva de armonía, de quietud. En la contemplación de lo real, de la dispersión del caos y la incertidumbre encontramos reiteradas expresiones hacia el
tiempo, la nostalgia, Dios, la soledad, el amor y la tentativa de autodestrucción. En los poemas
de la primera parte, la continua mención a lexemas significativos como la
muerte, las sombras, el infinito, el cuarto, se ofrecen como cargas simbólicas
que buscan el asombro ante la fatalidad: “De
todo cuanto/ existe o no existe. Como caudaloso río que después de todo se
arrastra a su misma sepultura” (p.14), canta el final del poema 2. Otros
finales retienen la misma epifanía: “(sólo
soy un niño que de repente ha envejecido)”, “Sin más compañía que esta botella
desflorada”, “en plena víspera invadido por gusanos”, “sin más sombra que tus
harapos”, “Bebo la cólera de los siglos/ cuando ya amanece”.
La sed de recuperabilidad de lo que ha sido es
uno de los instrumentos que catalizan el desencanto, ofrecido a través de una desacralización continua de la
esperanza. De allí que el tiempo no sea una categoría cognitiva, sino un
intento emotivo de apertura de lo que no
es. Es la contemplación de lo imposible lo que lleva a expulsar el ruido
ontológico de la nostalgia, de allí que el poeta use el lexema infinito como un puente –esencia de la
comunicación con una eternidad que no es cristiana, sino evasiva. Existen tres
imágenes semejantes que alcanzan a definir esta sed de plenitud: “puerta abierta o cerrada al infinito”, “En
el infinito de los cielos sin alcanzarlo”, “El infinito a lo lejos nos divisa”
Esto no es casual, sino un signo que denota un afán de que el tiempo/fugacidad es
aplastante: “El tiempo/ se pierde/ en un
hoyo oscuro” (p.31). En este mismo espacio la idea de Dios se ofrece como
huérfana ante la ruda manera de poseer esta conciencia de ser: “(Eres) Nada más que un grito sin eco que se
estrella con la nada” (p.18). No es una recurrencia, pero sí es visto como
símbolo de triple pertenencia
Cristo-humanidad-sufrimiento. Los versos caen como gotas ácidas sobre la
sensibilidad, agravan la duda, exploran todos los rincones para dejar una orfandad sin respuestas. Ahora, en la leve
manera de evadirse de la ruptura y del caos, el yo lírico parece encontrar en
el amor cierta disolución de los miedos y las cadenas demenciales de lo real.
El amor es la epifanía fugaz donde se construye la impronta de lo feliz, sin
embargo, la certeza de que no hay infinito, el otro refugio del poeta es la
palabra emulsionadora, el retorno a los reinos de la poesía.
La parte II del poemario ofrece un acelerado
canto del destierro, como si esos versos-palabras que inundan las últimas
páginas quisieran absorber la fugacidad y darle al yo lírico una nueva
plenitud: “Para salvar mi cuerpo y alma
debo plantar una fogata” (13). Pero el abismo de hallarse en los límites de
la destrucción le lleva a disolver el
mundo con un telón-cruz donde la muerte cierra el intento de evadirse. Por eso,
el ultimo poema -un caligrama en forma de cruz- termina signando a la muerte
como el límite final: “Lugar
imaginario del cual por más que de
rodillas nos persignemos no podemos escondernos” (p.37).
Cuaderno
de Interrogantes es una gran resonancia lírica
que transita entre la vida y la muerte,
entre las eternas preguntas metafísicas y las dudas proclives al fatalismo. En
cada poema vibra un eco apagado que ahuyenta lo cognitivo, que induce a la emotividad.
Son versos clausurados en la forma, que se liberan sígnicamente
con la voz lastimera de su propia referencia, de su propia infinitud.
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