lunes, 16 de abril de 2012


CUADERNO DE INTERROGANTES: DISCURSO EPIFÁNICO DEL DESENCANTO





Por Ítalo Morales





Después de leer Cuaderno de Interrogantes de Enrique Tamay se tiene la sensación de haber sido testigo de una rara purificación de la palabra y del espíritu o de haber bebido de aguas prohibidas, raramente profanadas, donde la poesía se convierte en el espacio propicio de la duda y de la impronta fatal.



El libro se ofrece como un excelente discurso larvario del desencanto y de la maravillosa sensación de ser o de no ser: oposiciones anímicas que oscilan también entre vida/muerte, infinito/fugacidad, evasión/encierro. Es un buceo en las comarcas siempre exploradas de la soledad y el desamparo;  lleno de imágenes lumínicas y opacas, exultadas por ritmos indistintos, que parecen deslizarse en una continua celebración del caos y la ruptura metafísica. Para esto el poemario se expande  en una serie de enunciados o categorías ofrecidas en este tránsito: duda-interrogante-fatalismo.



Entendemos  que el poema que apertura el libro es un grito blasfemante, la duda metafísica como dice Mario Bordón sobre la condición humana. El anafórico Acaso de los versos iniciales interpelan desde el aquí el sentido de la otredad, de las emanaciones culturales, de la misma sumisión  al  “miedo de ser/ o no ser. Un mono. / Un hombre.” (p.13). Luego el poeta explora, no como categorías definibles u ontológicas, sino como recursos emotivos, la existencia en plena danza. A través de versos adiestrados al ritmo de la elipsis y la ruptura continua del verso largo, el yo lírico busca saciar su sed primitiva de armonía, de quietud. En la contemplación de lo real, de  la dispersión del caos y la incertidumbre  encontramos reiteradas expresiones hacia el tiempo, la nostalgia, Dios, la soledad, el amor y  la tentativa de autodestrucción. En los poemas de la primera parte, la continua mención a lexemas significativos como la muerte, las sombras, el infinito, el cuarto, se ofrecen como cargas simbólicas que buscan el asombro ante la fatalidad: “De todo cuanto/ existe o no existe. Como caudaloso río que después de todo se arrastra a su misma sepultura” (p.14), canta el final del poema 2. Otros finales retienen la misma epifanía: “(sólo soy un niño que de repente ha envejecido)”, “Sin más compañía que esta botella desflorada”, “en plena víspera invadido por gusanos”, “sin más sombra que tus harapos”, “Bebo la cólera de los siglos/ cuando ya amanece”.



La sed de recuperabilidad de lo que ha sido es uno de los instrumentos que catalizan el desencanto, ofrecido a través  de una desacralización continua de la esperanza. De allí que el tiempo no sea una categoría cognitiva, sino un intento emotivo  de apertura de lo que no es. Es la contemplación de lo imposible lo que lleva a expulsar el ruido ontológico de la nostalgia, de allí que el poeta use el lexema infinito como un puente –esencia de la comunicación con una eternidad que no es cristiana, sino evasiva. Existen tres imágenes semejantes que alcanzan a definir esta sed de plenitud: “puerta abierta o cerrada al infinito”, “En el infinito de los cielos sin alcanzarlo”, “El infinito a lo lejos nos divisa” Esto no es casual, sino un signo que denota un afán de que el tiempo/fugacidad es aplastante: “El tiempo/ se pierde/ en un hoyo oscuro” (p.31). En este mismo espacio la idea de Dios se ofrece como huérfana ante la ruda manera de poseer esta conciencia de ser: “(Eres) Nada más que un grito sin eco que se estrella con la nada” (p.18). No es una recurrencia, pero sí es visto como símbolo de triple pertenencia  Cristo-humanidad-sufrimiento. Los versos caen como gotas ácidas sobre la sensibilidad, agravan la duda, exploran  todos los rincones para dejar  una orfandad sin respuestas. Ahora, en  la  leve manera de evadirse de la ruptura y del caos, el yo lírico parece encontrar en el amor cierta disolución de los miedos y las cadenas demenciales de lo real. El amor es la epifanía fugaz donde se construye la impronta de lo feliz, sin embargo, la certeza de que no hay infinito, el otro refugio del poeta es la palabra emulsionadora, el retorno a los reinos de la poesía.



La parte II del poemario ofrece un acelerado canto del destierro, como si esos versos-palabras que inundan las últimas páginas quisieran absorber la fugacidad y darle al yo lírico una nueva plenitud: “Para salvar mi cuerpo y alma debo plantar una fogata” (13). Pero el abismo de hallarse en los límites de la destrucción  le lleva a disolver el mundo con un telón-cruz donde la muerte cierra el intento de evadirse. Por eso, el ultimo poema -un caligrama en forma de cruz- termina signando a la muerte como el límite final: “Lugar imaginario  del cual por más que de rodillas nos persignemos no podemos escondernos” (p.37).





Cuaderno de Interrogantes es una  gran resonancia lírica que transita entre la  vida y la muerte, entre las eternas preguntas metafísicas y las dudas proclives al fatalismo. En cada poema vibra un eco apagado que ahuyenta lo cognitivo, que induce a la emotividad. Son versos clausurados en la forma, que se liberan  sígnicamente con la voz lastimera de su propia referencia, de su propia infinitud.








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