El
maquillador de muertos
Había aprendido su oficio
en las largas faenas que tuvo con su padre: un viejo taxidermista que
acostumbraba cambiar las córneas de los cadáveres. A los diez años sabía que
abrir el estómago a un hombre era tan común como disecar un gato o calcinar una
cucaracha. Se hizo amante de los cuerpos fríos y de los silencios que emitían
los seres inertes. Nunca pronunció un quejido de espanto cuando trasnochaba,
solitario, en medio de decenas de muertos a sus costados. Aprendió a comunicarse
con ellos al igual que un jardinero lo hacía con las flores; les hablaba
despacio, les reñía por la tosca apariencia, qué cara tienes, y por sus raras formas de abrir los ojos más de la
cuenta. Cuando los hallaba rasgados por la barriga o con el cráneo agujereado
les daba un sermón sobre la prudencia que requería la vida nocturna en la
ciudad, blancos fáciles de nómades y de vagabundos, hijos de la nada, a ella han de volver. Sabía que los
muertos en el fondo lloraban en silencio, que ocultaban un lenguaje imposible
que él quería descifrar. Los veía con los labios pegados y los brazos rígidos,
lívidos, sobre cuya piel grababa un grafiti. Aprendió que quererlos, a comprender
su eterna mortandad.
Una noche, cuando había trabajado más de la cuenta, le trajeron
un cadáver con signos de haber caído a un abismo. Sospechó del carácter suicida
del sujeto: algo de su presencia intolerable le parecía un déjà vu. Le interrogó sobre su historia, sus
modales rudos en la mesa y le prometió
dejarlo como si estuviera en el día más festivo de su vida. No le importaba si
habría respuesta, prefería el silencio a tener que contradecir una idea. Le
tocó la frente como si fuera un niño, Borraré
tus ojeras y tus malas noches, mientras a sus costados las bombillas de luz
lo martirizaban, insectos, luciérnagas sin luz.
Lentamente cogió una
ampolleta y presionó sus labios para
inyectarle un líquido semejante al colágeno. Quiso que sus labios fueran
grandes, vivos, como antes lo habían sido. Extrajo de la repisa una botella de
alcohol y lo humedeció con un trapo, huele a bar, a indecencia; luego removió su piel, de a pocos, con leves
masajes a la altura del mentón: zona hueca y sangrante que evidenciaba el signo
de una batalla. Enseguida diseminó unos polvos naranjas sobre la piel cruda y
amarilla. Sabía que de alguna forma el muerto había sido un hombre curtido de
vanidad. Lo sospechó por sus tatuajes de seres mitológicos que llevaba en el
pecho: un Centauro verde batallando contra Pegaso. Asimiló su semblante parecido a un poeta subterráneo,
cuyo nombre le era volátil. Pensó, (imaginó) en las decenas de veces que el hombre
había visto los ojos de una mujer hermosa, conjeturó sus palabras, el te amo dulce y la voz quebrada, imaginó el rechazo, la fuga nociva de la mujer
hacia un lugar imposible de alcanzar. Lo vio extraviado, sucio, en las calles
grises, bajo los puentes sensibles, nunca
debiste amarla más de la cuenta, surcando
un río que le llevara hacia el mar.
No quiso seguir dejándose
avasallar por la locura y el fácil
retorno a la ficción y volvió a la tarea. Dejó que sus manos vayan dejando
sobre el rostro el gesto vivo de un animal recién nacido. Sintió el amasijo de
una cara que se van creando de la nada como si estuviera diseñando un hombre
nuevo, con el corazón antiguo. El tiempo le pareció ordinario, el amor ha sido tu asesino, murmuró con
el alma en vilo. Luego de media hora vio que la piel iba dejando la palidez
para ir ganando un color rojizo. Se alegró y pensó que quizás en el fondo
estaba jugando a ser Dios. Le dio a su frente el brillo natural que brota de la piel sucia, sin lavar. No
quería que el muerto se viera como si estuviera
expuesto para ser fotografiado para la eternidad, sino que tuviera la
fácil naturalidad de un día cualquiera: encontrarse igual en el espejo en la
mañana.
Finalmente cuando vio que
su trabajo estaba listo se inclinó un poco, retrocedió y desde cierta distancia
susurró, Levántate, Lázaro, con
lastima como si algo se le hubiera quebrado en el interior. Cuando recordó que
había dicho la misma frase de otras veces se sentó, encendió un cigarro y se
puso a llorar, levántate. Dentro sí
ardía una palabra, Lázaro, la única que le salía de la boca.
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